El Padre Castellani llamaba a Teilhard de Chardin, el telar Chardón, jesuita con el que durante dos años tenía en Francia su cuarto pegado al suyo, pero que jamás lo saludó.
Teilhard de Chardin es comparable a una mancha de aceite usado que se saca del automóvil. Todo sacerdote, todo seminarista y hasta obispos de las décadas del sesenta y setenta, llevan en sus conceptos, una gota de este aceite, sin contar con las mentes que corrompió. Bergoglio es uno de ellos.
La autoridad mejor preparada para juzgar este jesuita, no es sino su compatriota, Etienne Gilson, a quien pocos pueden objetar, como historiador de la filosofía cristiana. Reproduzco un texto aparecido en la revista Jauja Nº 9, sobre un comentario de este historiador. El subrayado es mío.
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Etienne Gilson es, como saben muy bien los entendidos, uno de los filósofos más serios y eruditos que hablan y escriben entre nosotros. Se expresa en alemán, en inglés o en italiano con claridad, y su francés original —nació en París en 1884— resulta a veces difícil de traducir por lo expresivo y limpio de su estilo y por la técnica cuidada de los vocablos en que vierte sus pensamientos. Añado para resumir que es considerado como la autoridad máxima en filosofía medieval y que sus estudios sobre filosofía y cristianismo alcanzan un nivel de rigor, pulcritud y sabiduría difícilmente superables.
Esteban Gilson ha escrito sobre Teilhard de Chardin un estudio revelador. Lo ha escrito con claridad y caridad, con sencillez y profundidad, con rigor y sosiego. Han pasado por mis manos y ocupado muchas de mis vigilias las obras de Teilhard de Chardin y los estudios o improvisaciones de quienes han dedicado al jesuita francés páginas glorificantes o reproches condenatorios. Yo mismo he escrito centenares de páginas sobre el tema en España y fuera de España. Pues bien, pocos estudios se han apoderado en mi ánimo y me han impresionado con tanta fuerza y eficacia intelectual como el ofrecido por Gilson. No entra en mi propósito reelaborar el artículo de Gilson en un esfuerzo de síntesis, sino apuntar algunos sugerimientos al hilo de la relectura.
Gilson distingue entre la doctrina de Teilhard y el caso Teilhard, subrayando los dos vocablos, el de doctrina y el de caso. Gilson estima que el pensamiento de Teilhard no alcanza jamás el grado de consistencia mínimo que autorice a hablar de él como de una doctrina. Descarrían por tanto quienes se empeñan en censurar una doctrina que no existe.
Gilson exige una técnica elemental —por lo menos la elemental— para cada ciencia, y concretamente para la filosófica y la teológica. En Teilhard no la encuentra, o por lo menos Gilson no la descubre. Los neologismos en que sobreabunda la expresión teilhardiana no están exigidos por la necesidad ni por el sentido. Gilson se pregunta inquieto, ¿quién es este sabio que no habla el lenguaje de la ciencia? ¿Qué cosa es este teólogo que no habla el lenguaje de la teología? Gilson entra en sospechas de que la caducidad de la tradición en Teilhard tiene como explicación el desconocimiento. La confusión de los tres órdenes de conocimiento —el científico, el teológico y el filosófico— nos lleva a un género de conocimiento no conocido. La tesis de que "el hombre es clave del universo", y la explicación de este aforismo teilhardiano, no aparece probada con rigor justificativo en Teilhard. sino sencillamente enunciada. Pero esta enunciación pertenece al patrimonio de la fe, de la filosofía y de la teología. Teilhard es, para Gilson, un contemplativo.
En definitiva, los escritos de Teilhard manifiestan una constante ambigüedad. Sus escritos, perfila Gilson, no necesariamente su pensamiento. La considerable carga teológica y escriturística —concretamente paulina— que viste los escritos teilhardianos, representa una experiencia personal del autor, pero no una sabiduría científica, filosófica o teológica. San Pablo se teilhardiza, y el corazón de Teilhard, sencillo, humilde, piadoso, abriga entre sus pliegues y latidos la fe de su infancia, preservándola de la propia erosión de sus afirmaciones. El peligro se cierne al dar por válida la transmisibilidad de esa experiencia. El léxico teilhardiano, expresión de su experiencia íntima, queda depauperado en sus imitadores. Lo que en él pudo ser vida y testimonio, en sus repetidores resulta, espúreo. Su experiencia personal —insiste Gilson— es esencial al sentido de su obra. De su doctrina no puede decirse que sea falsa o verdadera, sino personalmente sincera, y por supuesto intransmisible.
Gilson se queja de que un intento de reformar la teología, desplazando la tradición en aras de una sabiduría cristiana renovada, estuviera avalado por una pésima información de lo que se pretende transformar. Par a salir al paso de una fácil objeción, Gilson recuerda una frase de Emilio Faguet. que suena como nacida con referencia a Teilhard: "el éxito no prueba nada, ni siquiera en contra". Aunque Gilson discurre con apacible sosiego, hay un momento en que su perplejidad le lleva a comparar la actitud de Teilhard con la de esos exploradores que conocen todos los países menos el suyo. Lo más lamentable comienza cuando nos percatamos de que en ninguna página de Teilhard se someten a examen crítico serio las doctrinas teológicas o filosóficas tradicionales, cuyo exilio es decretado sin recurso y sin pruebas objetivas.
Si a estas consideraciones se añade el respeto, la veneración más bien, que Gilson siente y proclama por el Padre Teilhard, al que conoció, nos pondremos de acuerdo en que la fascinación no es sinónimo de verdad, y que la seducción que ejerce un pensamiento no depone necesariamente en favor de su certidumbre. A veces —y esto es ya sugerimiento nuestro— la universalización de una experiencia, vivida mística o piadosamente por un hombre, engendra en otros superficialidades insoportables para la ciencia filosófica y teológica.
Adolfo MUÑOZ-ALONSO
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