Salve, María, llena de gracia, más santa que los santos, más alta que los cielos, más gloriosa que los Querubines, más digna de honor que los Serafines, más venerable que todas las criaturas.
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Salve, monte de Dios fertilísimo, en el cual fue alimentado el Cordero lleno de sabiduría que llevó nuestros pecados y dolencias; monte del cual se desprendió, sin ser tocada por mano alguna, aquella piedra que destrozó las aras de los ídolos, y quedó constituida piedra angular, admirable a nuestros ojos.
Salve, trono santo de Dios, altar divino, casa de gloria, ornamento sumamente hermoso, tesoro elegido, propiciatorio de todo el universo, y cielo que publica la gloria de Dios.
Salve, urna formada de oro puro, que contiene la dulzura más suave de nuestras almas, o sea, a Cristo, el verdadero maná.
¡Oh Virgen purísima y dignísima de toda alabanza y obsequio, templo consagrado a Dios, superior en excelencia a toda criatura!
Tierra intacta, campo fecundo sin ser cultivado.
Viña la más florida.
Fuente que mana agua abundante,
Virgen fecunda y madre sin concurso de hombre, tesoro oculto de inocencia y hermosura toda santa.
Con tus preces, las más aceptas y las más poderosas, y con tu materna autoridad ante el Señor y Dios, Creador de todas las cosas, que es tu Hijo, engendrado de ti sin que tuviera padre en la tierra, te rogamos que dirijas el gobierno del orden eclesiástico, y nos conduzcas a puerto tranquilo.
Reviste espléndidamente a los sacerdotes de justicia y de los sentimientos de una fe probada, pura y sincera. A los príncipes ortodoxos para los cuales eres, con preferencia al esplendor de la púrpura o del oro y de las margaritas y piedras preciosas, la diadema, el manto real y la gloria más sólida, dirígeles en su gobierno tranquila y prósperamente.
Abate y sujeta a las naciones infieles que blasfeman contra ti y contra el Dios nacido de ti, y confirma en la fe a sus pueblos, a fin de que perseveren, según el precepto de Dios, en la obediencia y en una suave dependencia.
Corona con el honor de la victoria a esta ciudad que te está consagrada, la cual te considera como su torre y fundamento.
Guarda rodeándola de fortaleza, la morada de Dios.
Conserva siempre el decoro del templo.
Libra a los que te alaban de todo peligro y congoja de espíritu; da la libertad a los esclavos; sé el alivio de los caminantes privados de refugio y de todo auxilio.
Alarga tu mano auxiliadora a todo el universo, a fin de que celebremos tus fiestas con gozo y exultación, de que todas terminen, como ésta que estamos celebrando, dejándonos frutos espléndidos, en Jesucristo, Rey del universo y nuestro verdadero Dios, a quien sea la gloria y el poder juntamente con el Padre, el santo principio de la vida, y con el Espíritu, coeterno, consustancial y que reina con Él, ahora y siempre y por los siglos de los siglos.
Amén.
Homilía de San Germán, Patriarca de Constantinopla (634-732).
En la Presentación de la Madre de Dios.
