El
siguiente texto de Malachi Martin, describe a la perfección
lo sucedido a partir del año 1965. El autor lo ubica en el decenio
de 1960 a 1970:
«Toda
una forma tradicional de vida y práctica religiosas fue, al parecer,
exterminada de aquel modo repentino, sin aviso. Una mentalidad de
siglos de antigüedad fue barrida con un ciclón de cambio. En un
sentido, dejó de existir cierto mundo de pensamiento, sentimiento,
actitud, el antiguo mundo católico centrado en la autoridad del
Romano Pontífice; la férrea disyuntiva del dogma y la moral
católicos; la frecuentación de la misa, la confesión, la comunión;
el rosario y las diversas devociones y prácticas de la vida
parroquial; la militancia de los laicos católicos en defensa de sus
valores tradicionales. Todo ese mundo fue barrido de la noche a la
mañana. Cuando la violencia de los vientos hubo pasado y amaneció
el nuevo día, la gente miró en derredor suyo y advirtió que, de
súbito, el latín universal de la misa había desaparecido. Más
extraño todavía: la propia misa católica se había desvanecido. En
su lugar, había un nuevo rito que se parecía tanto a la vieja misa
inmemorial como una choza tambaleante a una mansión del Palladio. El
nuevo rito se oficiaba en una babel de lenguas, cada una de las
cuales decía cosas distintas. Cosas que sonaban a anticatólicas.
Que sólo Dios Padre era Dios, por ejemplo, y que el nuevo rito era
una «cena de comunidad», en lugar de revivir la muerte de Cristo en
la cruz, y que los sacerdotes no eran ya sacerdotes del sacrificio,
sino ministros que en la mesa servían a los huéspedes una comida
comunitaria de compañerismo.
Ciertamente, el Papa que
presidió semejantes enormidades en la aberración doctrinal, Pablo
VI, trató de retractarse algo en dirección hacia una única misa
romana. Pero era demasiado tarde. El carácter anticatólico del
nuevo rito continuó.
La devastación de aquellos
vientos huracanados no acabó ahí. Iglesias y capillas, conventos y
monasterios, habían sido despojados de imágenes. Los altares del
sacrificio habían sido suprimidos o por lo menos abandonados y,
delante del pueblo, se colocaron en su lugar unas mesas de cuatro
patas, como para celebrar una comida de diversión. Los tabernáculos
fueron suprimidos, a la vez que la idea firme del sacrificio de
Cristo como esencia de la misa. Los ornamentos se modificaron o se
les dio de lado por completo. Las barandas de la comunión quedaron
eliminadas. Se dijo a los fieles que no se arrodillasen para recibir
la sagrada comunión, sino que permaneciesen de pie, como hombres y
mujeres libres, y que tomasen el pan de la comunión y el vino de las
vides de la hermandad, en sus propias manos democráticas. En muchas
iglesias, hubo miembros de la congregación que fueron expulsados en
el acto por «perturbación pública del culto» cuando se atrevieron
a hacer una genuflexión o, peor aún, arrodillarse al tomar la
sagrada comunión, en desacuerdo con el nuevo rito». Fue llamada la
Policía para expulsar a los delincuentes más graves, los que
rehusaron colaborar y no quisieron marcharse.
Fuera de las iglesias y
capillas, los misales romanos, los rituales de la misa, los
devocionarios, crucifijos, paños de altar, ornamentos de la misa,
barandas ante las que situar los comulgantes, incluso los púlpitos,
imágenes y reclinatorios, así como las estaciones del Via Crucis,
fueron enviados a la hoguera, a la basura o vendidos en subastas
públicas donde los decoradores los cazaron a precios de ganga y
lanzaron un «estilo eclesiástico» en la decoración de
apartamentos de alto nivel y en casa elegantes de los barrios
residenciales. Un altar de roble tallado se convertía en una
insólita mesa de «fantasía».
La reacción contra todo esto
no sólo fue inmediata, sino turbulenta y continuada. Pero no hay que
pensar ni por un instante que fue una reacción de horror, desazón,
apremio para que cesaran aquellas barbaridades y se restaurasen las
cosas sacras y sacrosantas. Todo lo contrario.
La asistencia a la misa
disminuyó inmediatamente y dentro de los diez años siguientes,
había perdido el treinta por ciento en los Estados Unidos, el
sesenta por ciento en Francia y Holanda, el cincuenta en Italia, el
veinte por ciento en Inglaterra y Gales. Dentro de otros diez años,
el ochenta y cinco por ciento de todos los católicos de Francia,
España, Italia y Holanda no iban nunca a misa. El censo de los
seminarios cayó en picado. En Holanda, dos mil sacerdotes y cinco
mil religiosos, frailes y monjas, abandonaron sus ministerios. En el
día de hoy, 1986, por cada nuevo sacerdote que se ordena al año, en
dicho país, antes había habido una media de diez. En otros lugares
se registraron bajones similares. En los doce años de 1965-1977
entre doce y catorce mil sacerdotes de todo el mundo solicitaron ser
licenciados de sus obligaciones, o simplemente se marcharon. Sesenta
mil monjas dejaron sus conventos entre 3966 y 1983. La Iglesia
católica no había sufrido nunca pérdidas tan devastadoras en tan
poco tiempo.
Muchas monjas dedicadas a la
enseñanza colgaron los hábitos sin más, compraron rápidamente
ropa seglar, cosméticos y joyas, se despidieron de los obispos de
las diócesis que habían sido sus superiores principales, se
declararon constituidas en educadoras norteamericanas normales,
decentes y correctas; y continuaron sus carreras pedagógicas. El
número de las confesiones,, comuniones y confirmaciones bajaba en
todo el mundo cada año que pasaba; desde una media del sesenta por
ciento de católicos practicantes en 1965 a una cifra situada entre
el veinticinco y el treinta por ciento en 1983. Las conversiones al
catolicismo se redujeron en dos tercios.
Los que se quedaron, tanto
seglares como clérigos, no estaban satisfechos del intento de
supresión de la misa tradicional romana, con los cambios radicales
del ritual y las devociones ni con la libertad ejercida de lanzar
dudas sobre todos los dogmas. No era bastante. Se alzó un clamor en
favor del uso de contraceptivos, de la legalización de las
relaciones homosexuales, de hacer opcional el aborto, de la actividad
sexual preconyugal dentro de ciertas condiciones, del divorcio y el
nuevo matrimonio dentro de la Iglesia, de un clero casado, de la
ordenación de mujeres, de una unión rápida y chapucera con las
Iglesias protestantes, de la revolución comunista como medio, no
sólo de resolver la pobreza endémica, sino de definir la propia fe.
Se puso en boga una nueva
forma de blasfemia y sacrilegio. Para los homosexuales católicos, el
«discípulo a quien Jesús amaba» vino a adquirir un significado
diferente. Aquel amado discípulo, ¿no «había descansado sobre el
pecho de Jesús» en la última cena? ¿Acaso no significaba esto la
consagración del amor entre varones? Unos sacerdotes homosexuales
perfumados de lavanda dijeron misa según el nuevo rito para sus
congregaciones de invertidos.
Y si esto podía ser para los
varones, ¿qué decir del amor entre hembras? Sólo las mujeres
católicas de la generación de los años sesenta tuvieron el talento
de sentirse víctimas del machismo eclesiástico. Para ellas, habla
llegado la hora de pasar cuentas a la Iglesia anticuada, de
mentalidad masculinista». Surgió entonces la Iglesia femenina, una
de esas nuevas palabras mágicas y fantasiosas, que vino a designar
reuniones de mujeres en apartamentos privados donde Ella (la Diosa
Madre) era adorada y agradecida por haber enviado a su Hijo (Jesús)
mediante el poder fertilizante del Espíritu Santo (el cual a su vez
era la Mujer primo-primordial).
Apoyando este abigarrado
despliegue de cambios, cambiadores y cambiazos, entró triunfalmente
un cortejo de «expertos» dispuestos a luchar. Teólogos, filósofos,
doctos litúrgicos, «facilitadores», «coordinadores
sociorreligiosos», ministros seglares (hombres y mujeres),
«directores de praxis». Cualesquiera que fuesen sus títulos de
última moda, todos estaban buscando dos cosas: conversos a la nueva
teología y una lucha con los tradicionalistas batidos y en retirada.
Una inundación de publicaciones, libros, artículos, revistas
nuevas, boletines, cartas informativas, planes, programas y esquemas
invadió el mercado popular católico, Los «especialistas»
cuestionaban y «reinterpretaban» cada dogma y creencia sostenidos
tradicional y universalmente por los católicos. Todas las cosas, de
hecho, y en especial las difíciles de la creencia católica romana,
penitencia, castidad, ayuno, obediencia, sumisión, fueron afectadas
por un cambio violento de la mañana a la noche.
En otro nivel, mientras tanto,
a través de los seminarios, colegios y Universidades católicos
continuó una limpieza más sutil, pero obvia. Los hombres de más
edad y de mentalidad tradicional fueron retirados pronto, o se
retiraron ellos
mismos con disgusto. Se les remplazó únicamente con devotos de «La
Renovación» (la palabra fue siempre escrita con mayúscula en
aquellos primeros años). Los seminaristas eran despedidos si les
parecía mal la novedad.»
Fuente: Los jesuitas. XI. Huracanes en la ciudad.