Calesita

viernes, 30 de agosto de 2019

Von Balthasar y la miopía de Bergoglio


En la Iglesia se habla hoy mucho de pluralismo. Pero es legítimo preguntarse si ha habido una época menos pluralista que la que estamos viviendo.
Estas son reflexiones que encontramos en el prólogo de la La Verdad es Sinfónica, escrito por uno de los más grandes teólogos del siglo XX, Hans Urs von Balthasar.
La intolerancia de esta Revolución Vaticana, encabezada nada menos que por un porteño, Bergoglio, se veía venir desde la década del 70. Estas reflexiones no hacen otra cosa que volver a la Verdad, la cual en Dios jamás se agota. Por eso leemos en dicho prólogo:
En la actual crisis de la Iglesia, los programas y consignas habituales, por más dispares que sean, se presentan en cada caso como una panacea.
Al interior de la Iglesia se espera una democratización y una cogestión totales, así como un «cambio de estructuras» a través del cual progrese realmente el espíritu democrático.
Al exterior de ella, se exige asimismo de un modo unilateral que la Iglesia tome partido en pro de los pueblos pobres y oprimidos a través de un compromiso político eficaz que no excluya la posibilidad de una revolución. La acción social y política sería el verdadero culto a Dios, la auténtica oración, la escuela que mejor nos enseña lo que es el desinterés y la renuncia.
Pero todas estas teorías no son más que visiones estrechas y arbitrarias de la doctrina y del ejemplo de Cristo, de la teología de la Iglesia que aparece en el N.T. y del programa de «apertura al mundo» del concilio Vaticano II.
En efecto, al llamar la atención sobre cosas que es necesario hacer, estas teorías discriminan sistemáticamente otros aspectos diferentes, incluso contrapuestos, de la doctrina cristiana, tan importantes como aquéllos.
¿Acaso para valorar el matrimonio es necesario desvalorizar el celibato vivido al servicio del reino de Dios? Para enlazar el compromiso político «de la Iglesia» —que, en realidad, sólo puede ser el compromiso de determinados miembros de ella—, ¿es necesario considerar como inútil y anticuada la vida contemplativa, desvalorizándola a los ojos de los creyentes? El hecho de haber redescubierto el carácter central del mandamiento del amor al prójimo, ¿autoriza a hacerse cruces cada vez que se oye la palabra «intimidad» y a rechazar toda relación directa del hombre con Dios como simple evasión o alienación? La exaltación de la acción recta, de la ortopraxis, que, sin duda alguna, es claramente exigida por Jesús («Sólo el que hace la voluntad de mi Padre», Mt. 7,21), ¿debe hacernos perder de vista que el N.T. nos exige también de un modo apremiante la profesión de la verdadera fe, la ortodoxia («El que no permanece en la doctrina de Cristo, no posee a Dios», II Jn., 9)?
El mensaje de la tolerancia es predicado con intolerancia, el Evangelio del pluralismo, con un sectarismo tal, que mira por encima del hombro a todos aquéllos que no comparten las propias ideas y los considera como pobres rezagados o subdesarrollados.
¿Cuál es el resultado de todo esto? Que no somos capaces de soportar la unidad superior de la que (a través de su misión y de su gracia) sólo somos un fragmento, y, con ello, la unidad queda desplazada del todo a la parte.
Se prefiere el unísono a la sinfonía. Expresado en terminología platónica, esto equivale a la tiranía, y, en términos modernos, al totalitarismo, la contradicción interna que implica el sistema del partido único y sus pretensiones de infalibilidad.
Son ideologías propias del hombre unidimensional, que, de un modo arrogante, quiere abarcarlo todo manteniendo su mirada a ras de tierra. Incluso se intenta proyectar a priori el modelo del santo del presente y del futuro, como si la santidad no supusiera ante todo un ser consciente del lugar que se ocupa en el cuerpo único de Cristo, que consta de muchos y contrapuestos miembros, cada uno de los cuales hace a su manera la voluntad de Dios.
Ningún santo ha afirmado jamás que la única forma correcta de vivir fuese la suya. En Calcuta, la madre Teresa hace lo que le toca hacer; en el mismo lugar; el abbé Monchanin ha cumplido igualmente su misión, pero de un modo totalmente diferente. Y, sin embargo, ambas formas de vida son ilustraciones ejemplares de lo «único necesario».
Todos los que intentan vivir el amor cristiano arden entre Dios y el mundo, como representantes de Dios ante el mundo y del mundo ante Dios, y arden siempre al interior de la comunión de los santos.
Saben que todos los ministerios se necesitan mutuamente. El sacerdote, que vive en el mundo, necesita a la carmelita, que hace penitencia y ora por él en el claustro. También necesita al laico, que trata de llevar fielmente a la esfera mundana el espíritu cristiano que él intenta transmitirle. El sacerdote no tiene por qué politizarse a la manera del laico, ni éste ha de actuar como si fuese un sacerdote. «Porque el cuerpo no es un solo miembro, sino, muchos... Si todos fueran un miembro, ¿dónde estaría el cuerpo?» (1 Cor. 12, 14, 19).

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