En
la Iglesia se habla hoy mucho de pluralismo. Pero es legítimo
preguntarse si ha habido una época menos pluralista que la que
estamos viviendo.
Estas
son reflexiones que encontramos en el prólogo de la La Verdad es Sinfónica, escrito por uno de los más grandes teólogos del
siglo XX, Hans Urs von Balthasar.
La
intolerancia de esta Revolución Vaticana, encabezada nada menos que
por un porteño, Bergoglio, se veía venir desde la década del 70.
Estas reflexiones no hacen otra cosa que volver a la Verdad, la cual
en Dios jamás se agota. Por eso leemos en dicho prólogo:
En
la actual crisis de la Iglesia, los programas y consignas habituales,
por más dispares que sean, se presentan en cada caso como una
panacea.
Al
interior de la Iglesia se espera una democratización y una cogestión
totales, así como un «cambio de estructuras» a través del cual
progrese realmente el espíritu democrático.
Al
exterior de ella, se exige asimismo de un modo unilateral que la
Iglesia tome partido en pro de los pueblos pobres y oprimidos a
través de un compromiso político eficaz que no excluya la
posibilidad de una revolución. La acción social y política sería
el verdadero culto a Dios, la auténtica oración, la escuela que
mejor nos enseña lo que es el desinterés y la renuncia.
Pero
todas estas teorías no son más que visiones estrechas y arbitrarias
de la doctrina y del ejemplo de Cristo, de la teología de la
Iglesia que aparece en el N.T. y del programa de «apertura al mundo»
del concilio Vaticano II.
En
efecto, al llamar la atención sobre cosas que es necesario hacer,
estas teorías discriminan sistemáticamente otros aspectos
diferentes, incluso contrapuestos, de la doctrina cristiana, tan
importantes como aquéllos.
¿Acaso
para valorar el matrimonio es necesario desvalorizar el celibato
vivido al servicio del reino de Dios? Para enlazar el compromiso
político «de la Iglesia» —que, en realidad, sólo puede ser el
compromiso de determinados miembros de ella—, ¿es necesario
considerar como inútil y anticuada la vida contemplativa,
desvalorizándola a los ojos de los creyentes? El hecho de haber
redescubierto el carácter central del mandamiento del amor al
prójimo, ¿autoriza a hacerse cruces cada vez que se oye la palabra
«intimidad» y a rechazar toda relación directa del hombre con Dios
como simple evasión o alienación? La exaltación de la acción
recta, de la ortopraxis, que, sin duda alguna, es claramente exigida
por Jesús («Sólo el que hace la voluntad de mi Padre», Mt. 7,21),
¿debe hacernos perder de vista que el N.T. nos exige también de un
modo apremiante la profesión de la verdadera fe, la ortodoxia («El
que no permanece en la doctrina de Cristo, no posee a Dios», II Jn.,
9)?
El
mensaje de la tolerancia es predicado con intolerancia, el
Evangelio del pluralismo, con un sectarismo tal, que mira por encima
del hombro a todos aquéllos que no comparten las propias ideas y los
considera como pobres rezagados o subdesarrollados.
¿Cuál
es el resultado de todo esto? Que no somos capaces de soportar la
unidad superior de la que (a través de su misión y de su gracia)
sólo somos un fragmento, y, con ello, la unidad queda desplazada del
todo a la parte.
Se
prefiere el unísono a la sinfonía. Expresado en terminología
platónica, esto equivale a la tiranía, y, en términos modernos, al
totalitarismo, la contradicción interna que implica el sistema del
partido único y sus pretensiones de infalibilidad.
Son
ideologías propias del hombre unidimensional, que, de un modo
arrogante, quiere abarcarlo todo manteniendo su mirada a ras de
tierra. Incluso se intenta proyectar a priori el modelo del santo del
presente y del futuro, como si la santidad no supusiera ante todo un
ser consciente del lugar que se ocupa en el cuerpo único de Cristo,
que consta de muchos y contrapuestos miembros, cada uno de los cuales
hace a su manera la voluntad de Dios.
Ningún
santo ha afirmado jamás que la única forma correcta de vivir fuese
la suya. En Calcuta, la madre Teresa hace lo que le toca hacer;
en el mismo lugar; el abbé Monchanin ha cumplido igualmente su
misión, pero de un modo totalmente diferente. Y, sin embargo, ambas
formas de vida son ilustraciones ejemplares de lo «único
necesario».
Todos
los que intentan vivir el amor cristiano arden entre Dios y el mundo,
como representantes de Dios ante el mundo y del mundo ante Dios, y
arden siempre al interior de la comunión de los santos.
Saben
que todos los ministerios se necesitan mutuamente. El sacerdote,
que vive en el mundo, necesita a la carmelita, que hace penitencia y
ora por él en el claustro. También necesita al laico, que trata de
llevar fielmente a la esfera mundana el espíritu cristiano que él
intenta transmitirle. El sacerdote no tiene por qué politizarse a la
manera del laico, ni éste ha de actuar como si fuese un sacerdote.
«Porque el cuerpo no es un solo miembro, sino, muchos... Si todos
fueran un miembro, ¿dónde estaría el cuerpo?» (1 Cor. 12, 14,
19).
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