Donde
se habla de inclusión, reina la revolución.
El
término inclusión pertenece al álgebra,
donde se dice que la clase A está incluida en la clase B y se
simboliza de este modo: A
B.
Este
término, como una lancha, partió del puerto de la lógica
matemática para atracar en el muelle de la teología. Ya se han
vendido muchos pasajes para salir de la Teología de la
Liberación, y llegar a la Teología de la Inclusión; y
como dicen algunos iconoclastas protestantes, todos llevan en sus
maletas la “Biblia de la Inclusión”, repleta de
misericordia.
Nos
hallamos en una era de pensamiento filosófico casi nulo, puesto
que se debe beber la lógica en las aguas de las matemáticas, algo
tradicional en esta modernidad, donde solo existe una fuente de agua
salada, la cual representa el método cartesiano.
El
proceso es simple. Esta era huérfana de pensamiento, pues solo
existe lo cuántico, debe hacerse dialéctica, la cual nace de la
praxis cotidiana.
La
'' nace en la
“égalité” o “igualdad” de la Revolución
Francesa, la cual como vaca que se ha quedado sin leche, es ordeñada
con violencia para que dé las últimas gotas de la leche inclusiva.
Hoy,
toda diferencia que quiera ser diferente, es sospechosa de
discriminación, pues dentro de esta dialéctica se
enfrenta a su oponente, la inclusión.
Así
llegamos a la egalité absolue.
Primero fue la igualdad de grupos sociales, luego se agregó la
igualdad de jerarquías, para terminar sumando la igualdad de sexos;
los cuales son tantos que ya ni nos animamos a enumerar, y todos
ellos, sin diferencias de ninguna clase. Esta falta de diferencias,
es la que lleva a un individuo a pasarse de un sexo a otro, como
quien pasa de la cocina al dormitorio, con lo cual se puede deducir
por inclusión, que solo existe un sexo.
Cada
día al despertarme me miro al espejo, y compruebo que soy distinto a
los otros, entonces me
pregunto: ¿Realmente somos todos iguales, o somos todos distintos?
Esta
decadencia paulatina de la Revolución Francesa, ya no puede resistir
el hecho de la diversidad,
motivo por el cual, el laboratorio de los neorevolucionarios,
trajeron del álgebra, el término de “inclusión”.
Por esta praxis, incluyamos a los que son distintos.
Sin
embargo, la inclusión absoluta no resiste la realidad. ¿Quién
incluye un ladrón en su casa? ¿Quién es amigo y confidente de su
propio enemigo? ¿Quién albergaría en su edificio un musulmán
listo para arrojar un explosivo? ¿Qué judío incluye un nazi?
Es
indudable, que la inclusión,
no resuelve este estado social de un occidente en plena decadencia.
¿Pero
cómo se trae este término a la dialéctica bergogliana? Muy
simple, la inclusión se opone al proselitismo.
Los revolucionarios vaticanos, viven en una burbuja. Para ellos la
inclusión
es la enemiga feroz de una nueva categoría en la jerarquía de los
demonios y por consiguiente, la práctica del proselitismo, pertenece
a determinados coros infernales.
El
revolucionario ideal, es aquel que no convierte.
Convertir es discriminar,
por lo tanto se incluye,
praxis de moda, que se realiza sin cambiar ni pedir arrepentimiento
del incluido, tal como hizo Bergoglio con la abortista Bonino.
Toda
inclusión se opone a la exclusión
y por tal motivo al anatema. Vivimos en una sociedad totalmente
decadente, pues se apartó del cristianismo, y el rasgo
característico de su decadencia total, lo da su hipocresía. Hablan
de inclusión pero te excluyen cuando te quedas sin dinero.
Baste
para esto tan solo un ejemplo. En la ciudad de Buenos Aires,
centenares de personas duermen en las calles o plazas. Son los
auténticos excluidos. ¿Qué hizo el gran Bergoglio por ellas
mientras era cardenal? Nada. Hoy se llena la boca hablando de
inmigrantes. ¿Cuántos inmigrantes se albergan en el fastuoso
Vaticano? Ninguno.
La
inclusión, como un concepto traído de los
pelos, favorece el espíritu del panteísmo moderno, al que
Bergoglio dará con bombos y clarines, el pomposo nombre de
“ecumenismo”. Este ideal ecuménico es un ideal
inclusivo, el cual se desprende de la gnosis panteísta,
emanada de ciertos intérpretes de la Cábala. De este modo, Dios, el
cual ya “no es católico” según lo enseña el gran Bergoglio,
quiere todas las religiones.
Por la
inclusión, la jerarquía eclesial chilena, asistió junto a un
chamán, en ritos adoratrices al dios Inti, incluyendo
comprensivamente la idolatría.
Por la
inclusión, la jerarquía eclesial colombiana participa junto a los
chamanes en ritos idolátricos de la caída paganidad, incluyendo
comprensivamente los espíritus impuros.
Por la
inclusión, se ponen los colorinches homosexuales en ciertas
iglesias, incluyendo una de las prácticas más aberrantes de esta
decadente modernidad.
Por la
inclusión, te excluyen llamándote homófobo.
Como
los componentes de este sincretismo religioso, difieren entre sí, la
adición de semejante inclusión, siempre da cero, puesto que una
clase incluida frena y regula la acción del inclusor.
Si
sumamos un judío con un católico y con un musulmán, en total
no tendremos tres judíos, ni tres católicos, ni tres musulmanes,
sino tres inútiles incluidos. De este modo la Inclusión es
el nombre del último conejo salido de la galera de esta modernidad,
para que las religiones no molesten.
El
hombre moderno, no es un ser humano avanzado, ni mutado, ni
evolucionado, tan solo es un inútil, y lo es bajo muchos puntos
de vista. Solo ha desarrollado la tecnología, sobre la cual su
tontería navega como un corcho en un desaguadero. Es lo que hemos
dicho en otras ocasiones, cuando hablamos de la era de la
neutralidad.
Para
ir más en profundidad, observemos atentamente dentro de la iglesia a
quienes hablan de '',
pues esta estructura eclesial humana, posee una feroz “Mafia
Lavanda” que se ha filtrado en su seno, donde podemos hallar
dentro de cada diócesis de un treinta a un cuarenta por ciento de
estos depravados. Para ellos la infiltración de dicha “Mafia
Lavanda”, es sinónimo de inclusión, término al que
deben quemar incienso todos los días.
El
concepto de inclusión no resiste el tiempo, pues hoy
observamos que hasta los iconoclastas protestantes, que le tienen
alergia a la filosofía, son quienes lo rechazan como pensamiento patógeno.
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