Calesita

miércoles, 11 de mayo de 2022

Reflexiones sobre la reforma de la Semana Santa de 1955

Estimado señor…, le agradezco por llamarme la atención sobre la pregunta del abad… respecto a la reforma de la Semana Santa.

Estoy de acuerdo con él en que sí puede considerarse una especie de globo de ensayo con el que los artífices de la posterior reforma conciliar introdujeron toda una serie de modificaciones -en mi opinión totalmente cuestionables y arbitrarias- en el Ordo Majoris Hebdomadæ vigente hasta entonces.

Diría incluso que estas modificaciones pudieron parecer casi inocuas, aunque descerebradas, porque la mente que los había originado no se había revelado todavía ni con la reforma de Juan XXIII ni con la reforma mucho más devastadora inaugurada por la Constitución Sacrosanctum Concilium y luego exasperada aún más por el Consilium ad exsequendam. Pero lo que para un párroco de 1956 podía parecer una simplificación dictada por la necesidad de adaptar la complejidad de los ritos de la Semana Santa a los ritmos de la modernidad -y que probablemente fue presentada como tal al mismo Pío XII, ocultando su significado perturbador- adquiere a nuestros ojos un significado muy distinto, ya que en vemos actuar en ella, ante todo, la mentalidad despreocupada de los modernistas y de los alumnos del nunca suficientemente depreciada rénouveau liturgique; y, en segundo lugar, porque reconocemos en las opciones de supuesta simplificación de las ceremonias el mismo enfoque ideológico que las innovaciones más atrevidas del Novus Ordo. Por último, entre los protagonistas de la reforma del Concilio se encuentran los protagonistas de la reforma, promovidos a los más altos cargos precisamente por su notoria aversión a la solemnidad del culto: es difícil pensar que lo que iniciaron entre 1951 y 1955 no fuera concebido como un primer paso hacia los trastornos provocados menos de veinte años después.

Ciertamente, el aire que se respira en ciertas partes del rito de Pío XII -pienso en el Pater noster recitado por el celebrante y los fieles, por ejemplo- es el mismo que encontramos en el Novus Ordo: se percibe allí ese “algo” extraño y antinatural que es propio de las obras que no son inspiradas por el Señor y que son claramente humanas, impregnadas de un racionalismo que no tiene nada de verdaderamente litúrgico, sino que apesta a esa presunción gnóstica que Pío XII condenó justamente en la inmortal Encíclica Mediator Dei. Es sorprendente que esos mismos errores providencialmente condenados en 1947 hayan logrado resurgir en la misma reforma que él promulgó: pero no olvidemos que el Pontífice tenía una edad avanzada y estaba muy probado en cuerpo y alma por la reciente guerra mundial; incluir a Pío XII en la lista de los destructores de la Tradición sería, pues, tan injusto como poco generoso.

Hechas estas aclaraciones, queda por evaluar si al rito promulgado por Pío XII con el Decreto Maxima Redemptionis nostræ Mysteriade 16 de noviembre de 1955 se le aplican las mismas excepciones que las planteadas para el Novus Ordo Missæ promulgado por Pablo VI con la Constitución Apostólica Missale Romanum del 3 de abril de 1969. O más bien: Dado que el Motu Proprio Summorum Pontificum reconoce que los católicos tienen derecho a hacer uso del rito anterior por su especificidad ritual, doctrinal y espiritual; dado que el Motu Proprio no entra en los méritos de una evaluación de la ortodoxia del Novus Ordo sino que se limita a una cuestión -por así decirlo- de gusto litúrgico, ¿podemos extender este principio también a los ritos anteriores al Motu Proprio Rubricarum Instructum de Juan XXIII y al propio Decreto Maxima Redemptionis nostræ Mysteria, expresando nuestra “preferencia” por el llamado rito de San Pío X?

Esto es en realidad una provocación. En primer lugar, porque no comparto la coexistencia de dos formas del mismo Rito en la Iglesia de Rito Romano; en segundo lugar, porque considero que el rito reformado tiene graves carencias y ciertamente favorece el hæresim, haciendo mía la denuncia de los cardenales Ottaviani y Bacci, así como la del arzobispo Marcel Lefebvre, y estoy convencido de que el Novus Ordo debería ser simplemente abolido y prohibido, y el rito tradicional declarado como único Rito Romano vigente. Sólo desde este punto de vista, de hecho, creo que es posible “impugnar” canónicamente también el Ordo Hebdomadæ Sanctæ instauratus y, si queremos ser puntillosos, también el Motu Proprio Rubricarum Instructum, especialmente por su planteamiento coherente con el Novus Ordo y su evidente ruptura con la impostación del anterior Missale Romanum.

Ahora bien, dada la vacatio legis en la que nos encontramos, creo que si la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X considera legítimo referirse al Misal de Juan XXIII, porque reconoce en todas las reformas posteriores que llevaron al Misal de Pablo VI la misma mente maliciosa; por la misma razón -de carácter principalmente prudencial- podría aplicar el mismo principio a la reforma de la Semana Santa, aunque en ella -como en el Misal de Juan XXIII- no haya nada heterodoxo ni remotamente proclive a la herejía.

Creo que esta fue la razón por la que el obispo Lefebvre eligió el rito de 1962. Por otra parte, teniendo una mente jurídica en virtud de su sólida formación, comprendió bien que no sería posible aplicar una especie de “libre examen” a la Liturgia, porque esto autorizaría a cualquiera a adoptar cualquier rito. Pero al mismo tiempo no se le escapó -como no se nos escapa a nosotros hoy- el carácter subversivo de la reforma conciliar, deliberadamente abierta a las derogaciones ad experimentum, al infinito ad libitum, con el pretexto de redescubrir una presunta pureza original tras siglos de sedimentación ritual. Precisamente por ello el arzobispo Lefebvre decidió volver al rito menos comprometido, el de 1962, quizá sin captar algunos aspectos controvertidos de las reformas de Pacelli y Roncalli que sólo un experto liturgista habría captado, especialmente en aquellos convulsos años de la década de 1970. Por otra parte, no olvidemos que la Rénouveau liturgique comenzó en Francia mucho antes que en Italia y que muchas innovaciones que luego se convirtieron en norma de la Iglesia universal se experimentaron en las diócesis francesas ya en los años veinte, empezando por el uso de los ornamentos góticos y el altar versus populum, siempre en nombre de ese arqueologismo que habría borrado de un plumazo todo un milenio de vida de la Iglesia. Imagino que a los ojos de un prelado italiano celebrar coram populo con una casulla medieval parecía una extravagancia, mientras que para un arzobispo francés era ya una costumbre aceptada y, en cierto modo, incluso fomentada.

Debemos comprender también -y en esto creo que me he expresado ampliamente- que la mens de la reforma que comenzó a nivel local mucho antes de Pío XII y que luego se extendió progresivamente por todo el mundo católico es completamente ilegal: sus creadores se valieron de la autoridad del Legislador para imponer con fuerza de ley un rito que debía ser todo menos una aplicación servil del texto litúrgico; el Misal ya no debía contener los textos que el celebrante debía recitar fielmente, sino una especie de lienzo que autorizara las peores excentricidades e insinuara en el cuerpo eclesial una inexorable pérdida del sentido de lo sagrado. Esto todavía no es visible ni en el Ordo Hebdomadæ Sanctæ instauratus ni en el Misal de Juan XXIII; pero el principio de la perpetua mutabilidad del rito y su actualización casual (junto con la errónea persuasión de que ha sido corrompido por el paso de los siglos y que, como tal, necesita ser “despojado” de superfetaciones (crostas), mientras que, en cambio, es el resultado de un desarrollo armonioso dado por las circunstancias, el tiempo y el lugar) ya estaba en marcha. Y ciertamente la modificación de Roncalli del Canon Romano con la inserción del nombre de San José fue en la misma dirección, tocando incluso la más antigua y sagrada oración del Santo Sacrificio.

Concluyo con una constatación. Muchas comunidades que se acogen al Motu Proprio Summorum Pontificum celebran los ritos de la Semana Santa siguiendo el Misal anterior a la reforma de Pío XII: la propia Comisión Ecclesia Dei ha autorizado esta derogación, considerando legítimas las razones aducidas por quienes la han solicitado. No veo, pues, por qué la Fraternidad, que ha estado en la vanguardia de la custodia de la Misa tradicional en tiempos mucho más difíciles, no puede hacer lo mismo. Ciertamente, cuando la Iglesia se reencuentre a sí misma, todo esto tendrá que ser llevado al plano de la ley; una ley que, podemos esperar, tendrá sabiamente en cuenta los puntos críticos planteados.

Espero que estas consideraciones mías puedan ayudar de alguna manera al Reverendo Abad….

Agradezco esta oportunidad de impartir a todos ustedes, queridos amigos, mi bendición paternal.

+ Carlo Maria Viganò, arzobispo

Publicado originalmente en italiano el 8 de mayo de 2022. Visto en Stilum Curiæ.

Traducción al español por: José Arturo Quarracino

 




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